19 septiembre, 2025

Panelada: cuando la propiedad industrial se enfrenta a la dignidad campesina

En Colombia estamos acostumbrados a que los campesinos aparezcan en los discursos como guardianes de la tradición, pero rara vez como actores económicos plenos. La suspensión provisional de la marca “Panelada” por parte del Tribunal Administrativo de Cundinamarca rompe con esa lógica. No es solo una decisión jurídica sobre un registro marcario; es un reconocimiento histórico de que la economía rural merece un lugar prioritario en la Constitución, en las políticas públicas y en la conciencia colectiva.

En 2020 la Superintendencia de Industria y Comercio concedió el registro de la marca Panelada a una empresa de alimentos que vendía un producto industrial con edulcorantes y aditivos. El nombre evocaba inevitablemente a la panela, ese bloque ámbar que endulza la memoria colectiva y que representa el sustento de más de 380.000 familias vinculadas a su producción. El riesgo de confusión era evidente: ¿cómo distinguir entre la panela natural y un producto industrializado con un nombre tan parecido? El tribunal respondió con firmeza: la marca debía suspenderse, pues el daño no se limitaba al consumidor engañado, sino también al corazón mismo de esta actividad agrícola.

Imagen obtenida de: Éxito.com

Lo novedoso del fallo no está solo en la cautela frente al engaño, sino en el reconocimiento expreso del valor económico de quienes producen panela como sujetos de protección especial. Hasta ahora, cuando se hablaba de sus derechos, el énfasis solía ponerse en lo cultural o simbólico. Esta vez el juez puso el acento en lo productivo: la panela no es únicamente tradición; es empleo, ingresos y competitividad. Defenderla es amparar una cadena de valor que sostiene regiones enteras del país.

Ese reconocimiento tiene un peso inmenso en un contexto donde el campo suele quedar relegado en la política económica. El fallo envía un mensaje claro: no se puede hablar de propiedad industrial ni de innovación empresarial sin tener en cuenta el impacto que estas decisiones tienen en la vida de las comunidades agrícolas. La marca ya no es un asunto exclusivamente comercial; es también un asunto de justicia social.

Cada panela –sólida o pulverizada– que llega a los hogares colombianos representa el esfuerzo de familias campesinas que trabajan desde la madrugada, sostienen escuelas rurales y mantienen vivas economías locales. Cuando un nombre confunde al consumidor y le resta valor al producto tradicional, lo que se erosiona no es solo un símbolo cultural, sino la dignidad económica de miles de hogares.

Aunque este fallo podría incomodar a algunos sectores empresariales, les recuerda que los derechos de propiedad industrial no son absolutos. Una marca no puede construirse sobre la base de la confusión ni de la apropiación indebida de una tradición productiva. La innovación es bienvenida, pero no a costa de los más vulnerables. La creatividad de mercado tiene que dialogar con la ética y reconocer los límites que impone el respeto a las comunidades.

Lo ocurrido debería servir de alerta para otros productos tradicionales: café, cacao, bocadillo, queso costeño, por mencionar algunos. Si el precedente se consolida, Colombia estará dando un paso decisivo hacia la protección de las denominaciones de origen, las marcas colectivas y los bienes comunes que constituyen nuestro patrimonio productivo y cultural. No se trata de frenar la iniciativa privada, sino de asegurar que esta no atropelle las bases de la economía rural.

El 26 de agosto de 2025 quedará registrado como el día en que un juez colombiano decidió que la vida en el campo no podía seguir siendo invisible. Ese día no solo se suspendió una marca; se dignificó el trabajo de las familias que con cada panela sostienen nuestra mesa y nuestra identidad. Que no se nos olvide: proteger la panela es defender a quienes la producen, y cuidarlos a ellos es mantener viva la memoria productiva del país.

Finalmente, el caso también abre un debate más amplio sobre los límites de la propiedad industrial. Cuando un término ha sido usado colectivamente durante décadas, como parte del lenguaje y de las prácticas cotidianas, ¿puede ser apropiado por una sola empresa? ¿Hasta dónde una denominación se convierte en patrimonio cultural y deja de ser un simple recurso comercial? Y, sobre todo, ¿cómo garantizar protección a comunidades que no han formalizado de manera institucional su identidad de marca, pero cuyos productos y saberes sostienen la memoria productiva del país?

No hay comentarios:

Publicar un comentario